miércoles, 17 de septiembre de 2014

CAPITULO 2




Otro trago hizo su camino desde la mano de Pedro Alfonso hasta su boca. El alcohol lo obligó a cerrar los ojos, pero al igual que cualquier familia con un buen alcohólico, se necesitaría un barril entero de esa mierda para emborracharlo.   


Y por el aspecto de los que estaban en el club esa noche, emborracharse en vez de un polvo se veía cada vez más tentador. Ni una sola mujer le había llamado la atención. Por supuesto, un montón de mujeres hermosas se había acercado a él y a su amigo Antonio.  


Pero Pedro no estaba interesado.  


Y Antonio le interesaba más molestar a Pedro que otra cosa. 


—Hombre, tienes que calmarte. Si sigues saliendo en los periódicos, el Club va a venirse sobre ti como una tonelada de ladrillos.   


Pedro gimió cuando él se inclinó hacia delante, haciéndole una seña al camarero Juan. No estaba seguro de si ese era su nombre real o no, pero infierno, le había llamado al hombre así por casi dos años, y nunca lo corrigió. —¿Otro?
 —preguntó el camarero Juan.   


Pedro miró a Antonio y suspiró. —Que sean dos.


El camarero se rió entre dientes mientras se agachaba, agarrando una botella de Grey Goose. —Concuerdo con Antonio en esto. Firmar un contrato con los Yankees te hace el mayor traidor del mundo.


Pedro puso los ojos en blanco. —¿O me hace increíblemente inteligente y orientado en mi carrera?


—Hace de tu agente un bastardo codicioso —respondió Antonio, repiqueteando los dedos en la cima de la barra—. Tú y yo sabemos que Los Nacionales te están pagando lo suficiente.


El camarero Juan soltó un bufido.


Los Nacionales le pagaban más que suficiente, lo suficiente como para que cuando el tiempo de retirarse llegara, estuviera más que ajustado. Infierno, tenía tanto dinero ahora que ni siquiera sabía qué hacer con él, pero a los treinta, aún tenía seis años más en su brazo de lanzar, quizás más. Todavía se encontraba en su mejor momento. Lo tenía todo, Dios le había dado la habilidad de una malvada bola rápida y mucha precisión, experiencia en el juego, y, como su agente decía, un rostro que realmente atraía a las mujeres a los partidos de béisbol.


Pero el dinero y las ofertas de contratos no era el problema con Los Nacionales.


Pedro era… o tenía un "estilo de vida demasiado fiestero" o como sea que la columna de chismes lo había llamado. 


Según el Post, Pedro tenía una mujer diferente cada noche y aunque sonaba jodidamente divertido, estaba muy lejos de la verdad. Por desgracia, no tenía tantas relaciones como las que se escribían y eran creídas por las masas. Su reputación era tan conocida como su brazo de lanzar.


Pero cuando los fans se preocupan más por con quién te estás acostando en vez de para cuál equipo estás jugando, esas son malas noticias.


Los Nacionales querían mantenerlo, que era lo que Pedro quería, también. Le encantaba esa ciudad, el equipo y los entrenadores. Su vida estaba allí, sus hermanos y la familia Gonzales, quien habían sido como padres para él. Salir de la ciudad significaba decirles adiós, pero el equipo le pidió que "sentara cabeza".    


Sentar la jodida cabeza, como si fuera una especie de estudiante universitario salvaje. ¿Sentar la cabeza? Claro, lo único que sentaría era su trasero en ese taburete.


Pedro tomó el trago, golpeando el cristal en la barra. —No iré a ninguna parte, Antonio. Lo sabes.


—Es bueno saberlo —Antonio hizo una pausa—. Pero ¿y si Los Nacionales no renuevan tu contrato?


—Van a hacerlo.


Antonio negó con la cabeza. —Será mejor que desees que no se enteren de lo que pasó en esa habitación de hotel la noche del miércoles.


Pedro se rió. —Hombre, tú estabas conmigo la noche del miércoles y sabes muy bien que nada pasó en esa habitación de hotel.


Su amigo soltó una risita. —¿Y quién va a creernos que si esas tres damas dicen otra cosa? Y sí, ya sé que llamarlas ―damas‖ es una burla, pero con tu reputación, el Club creerá cualquier cosa. Sólo tienes que mantener un perfil bajo.


—¿Un perfil bajo? —resopló Pedro—. Tal vez no me entendieron. No quieren que mantenga un perfil bajo. Quieren que siente cabeza.


—Infierno —murmuró Antonio—. Bueno, no es como si te estuvieran pidiendo que te cases.


Pedro le lanzó una mirada. —De hecho, estoy bastante seguro de que quieren que encuentre una ―buena chica" y ―me mantenga lejos de los clubes" y…


—¿Clubes como éste? —Se rió Antonio.


—Exactamente —dijo—. Tengo que renovar mi imagen completa, lo que demonios sea mi imagen.


Antonio se encogió de hombros. —Eres un mujeriego, Pedro. Deja de ser un mujeriego


Pedro abrió la boca. Bueno, realmente no podía argumentar en contra de esa afirmación. Sentar cabeza no estaba en el vocabulario de los hermanos Alfonso. Su hermano Pablo no contaba más. Traidor. Pedro amaba a su pronto-a-ser-cuñada Mariana, y era genial para Pablo, pero Pedro y su otro hermano, Patricio, no se encadenarían a cualquier mujer en el futuro.


—Si dices ―No odies al jugador, odia al juego‖, voy a golpearte fuera de tu asiento —advirtió Antonio.


Se echó a reír. —Tienes que joder o algo así. Sacar algo de esa angustia. Incluso si decido irme a otro equipo, no romperé contigo.


Antonio se giró mientras sus oscuros ojos escudriñaban el suelo detrás de ellos. Su amigo se echó hacia atrás bruscamente, apretando los labios. —Ah, yo nunca había visto a esas dos antes. Interesante...


Pedro torció la cintura, buscando hasta encontrar lo que había captado el interés de Antonio. Debía de ser algo muy muy bueno, porque su amigo se aburría tanto con las ofertas de esa noche como él.


Sus ojos escanearon a una rubia alta y delgada, con una gargantilla de cuero, bailando con una mujer más bajita. 


Estaban mirando directamente a Pedro y Antonio, pero eran clientes habituales. Miró a unas cuantas mujeres más, pero no vio nada nuevo. Empezó a retroceder alrededor cuando divisó el cabello pelirrojo.


Maldita sea. Siempre tuvo debilidad por las pelirrojas.


Pedro se dio la vuelta por completo.


La mujer estaba de pie junto a una rubia quien colocaba una copa en una de las mesas altas, pero sus ojos volvieron a la pelirroja. Era alta, su cabeza probablemente le llegaría hasta sus hombros, y él medía su buen metro noventa bien erguido. Su piel era como la porcelana, sin manchas, clara y fácil de sonrojar. No podía ver de qué color tenía los ojos desde allí, pero apostaba que eran verdes o avellana. Sus labios eran carnosos, con forma de arco, el tipo de boca que rogaba que la reclamaran y luego atormentaba los sueños de los hombres por mucho tiempo.


La mirada de Pedro bajó y, oh infiernos, sí, su polla, que no había estado activa durante toda la noche, volvió a la vida. 


El vestido rojo terminaba justo por debajo de los codos y por encima de las rodillas, pero vio lo suficiente para saber que le gustaba… mucho. El material se extendía por sus pechos llenos. Pedro quería quitarse el cinturón de alrededor de su cintura y utilizarlo para otras cosas. Lucía el tipo de cuerpo que solían tener las modelos de los años cincuenta, un verdadero cuerpo de mujer. Uno que desafiaba a manos y lenguas para que trazaran sus curvas si se atrevían, y, oh sí, él se atrevía.


—Maldición —murmuró Pedro.


Antonio se rió profundamente. —La pelirroja, ¿eh? La vi primero. Apuesto a que podría manejar cualquier cosa que le arrojen.


Pedro le dirigió a su amigo una mirada oscura. —La pelirroja es mía.


—Oh, cálmate, muchacho. —Antonio levantó las manos en señal de rendición—. Me gusta la rubia, también.  


Sostuvo la mirada de Antonio lo suficiente para que su amigo supiera que no bromeaba, antes de volver su atención de nuevo a la pelirroja Estaba sentada en la mesa ahora, jugueteando con la pajita en su bebida. Uno de los asiduos, Joe algo, se detuvo junto a su mesa, olfateando la carne fresca. Joe trabajaba para el gobierno, haciendo vaya a saber que mierda. Pedro nunca tuvo problemas con el tipo antes, pero tomó todo su autocontrol no levantarse y sacarlo.


Joe dijo algo y la rubia se rió. La pelirroja se sonrojó, y ahora Pedro estaba duro como el maldito granito. Hombre, quería saber si ese color había viajado hacia abajo y hasta dónde había llegado. No, necesitaba saberlo. Su vida dependía de ello.


—Joder —dijo, mirando a Antonio—. ¿Te he dicho lo mucho que creo que Joe es un idiota?


Antonio se echó a reír. —No, pero puedo adivinar por qué piensas así.


Asintió con la cabeza con aire ausente, sus ojos se estrecerraron sobre la pelirroja. Fuera quien fuese, no iba a irse a casa con Joe esa noche. Iba a irse a casa con él.


CAPITULO 1





Mientras Paula Chaves miraba el viejo almacén de envasado de carne, seguía viendo destellos de la película Hostal en su cabeza. 


De acuerdo a su amiga, el exclusivo y muy rumoreado club Cuero & Encaje, al que sólo podía accederse con invitación, era un lugar ideal. Pero desde las ventanas cementadas y las paredes del exterior cubiertas con grafiti, los que probablemente eran símbolos de pandillas, y bajo la luz débil que parpadeaba en una farola cercana, Paula pensaba que la mayoría de los clientes de ese club solían terminar en las pancartas de personas desaparecidas, o en las noticias de la noche.


—No Probablemente seremos víctimas de algún hombre rico pervertido antes de la medianoche.  puedo creer que te dejara meterme en esto, Silvina.


Paula se enderezó el grueso cinturón de cuero alrededor de la cintura de su vestido. El cinturón era de color púrpura, por supuesto, y su vestido tejido de un rojo intenso. Su atuendo era un poco llamativo, pero al menos ayudaría a la policía a identificar su cuerpo más tarde.


Silvina le lanzó una mirada burlona. —No quieres saber lo que tuve que hacer para conseguir una invitación a este club —Agitó los papeles del tamaño de una tarjeta de negocios frente a la cara de Paula—. Vamos a divertirnos haciendo algo diferente. Que aburrido ir a los bares de siempre.


Por todo el alboroto alrededor de Cuero & Encaje, uno podría pensar que sería de lo más elegante. Con su aspecto espeluznante, desagradable y la niebla rodando en la noche, parecía dudoso que el lugar recibiera a los más ricos y poderosos de Washington DC.


El club se había convertido en una especie de leyenda urbana, y el nombre probablemente tuvo algo que ver con eso. Cuero & Encaje. ¿En serio? ¿Quién pensó que era una buena idea? Supuestamente, se trataba de un club de sexo. Un medio para conectar a las personas con "intereses mutuos", como Match.com por la naturaleza sexual o algo así, pero Paula no lo creía.


Y si lo era, bueno. En realidad, todos los clubes y bares estaban ligados con el sexo de una manera u otra. Era por eso que la mitad de las personas solteras salían los fines de semana. Era por eso que ella solía salir los fines de semana.


—Vamos, quita esa cara de amargada —dijo Silvina—. Hagamos algo divertido y nuevo. Es necesario eliminar el estrés.


—Emborracharse…


—Y con suerte, echarte un polvo —agregó Silvina con una sonrisa maliciosa.  La risa de Paula despidió pequeñas nubes blancas en el aire.


— Eso no va a arreglar mis problemas. 


 —Es cierto, pero definitivamente vas a dejar de pensar en ellos.


No necesitaba un poco de alivio a la vieja usanza, sin embargo. Por mucho que le gustara su trabajo y por mucho que deseara ir a llorar en una esquina ante la idea de encontrar algo más, éste no cubría sus cuentas, es decir, los préstamos estudiantiles que estaban quitando una inmensa porción de su ingreso mensual. Había llegado a detestar cuando su teléfono sonaba, y era un número 800.


 Sallie Mae era un jodido buitre.



Suspiró mientras miraba de nuevo hacia el edificio. Ese era un cartel de pandillas. —Entonces, ¿cómo conseguiste una invitación a este lugar?


—En realidad, no fue tan difícil —dijo Silvina, con el ceño fruncido a la tarjeta que sostenía.


—Está bien —dijo Paula, cuadrando los hombros y se volvió hacia su amiga. La pequeña chica temblaba en su ceñida mini negra y Paula sonrió. A veces tener relleno adicional tenía sus ventajas. A principios de octubre el aire era frío, pero sus rodillas no estaban temblando—. Si este lugar es patético o si alguien trata de matarme, nos vamos pronto.


Silvina asintió solemnemente. —Trato.


Sus tacones resonaban en el pavimento agrietado mientras se apresuraban hacia lo que parecía ser la entrada principal. Una vez que llegaron a ver la distancia de la pequeña ventana cuadrada en la puerta, ésta se abrió, revelando un hombre del tamaño de un luchador profesional, vestido con una camiseta negra.  


—Tarjeta —ladró.


Silvina dio un paso adelante, sosteniendo la tarjeta. El portero la tomó, la escaneó rápidamente, y luego pidió identificaciones, que también escaneó y devolvió. Cuando abrió más la puerta, parecía que habían superado los requisitos de popularidad y edad.  


De nuevo, ambas pasaban los veintisiete y ya no podían ser confundidas con menores de edad. Suspiró. Envejecer apesta a veces.


La entrada al club era un estrecho pasillo con la iluminación de la pista. Las paredes eran de color negro. El techo era oscuro. La puerta de adelante era negra. El alma de Bridget moría poco a poco a falta de color y salpicaduras.  


Cuando llegaron a la segunda puerta, también se abrió, mostrando otro tipo grande en una camiseta negra. Paula comenzaba a detectar un tema allí. Silvina dio un chillido mientras se deslizaba más allá del segundo portero, dándole una mirada larga, que fue devuelta tres veces.


El primer vistazo de Paula en la planta principal del club fue impresionante. Quien diseñó ese lugar lo había hecho bien. Nada adentro daba un indicio de que aquello solía ser un almacén.  



La iluminación era tenue, pero no el tipo de iluminación con humo en la que apenas podía diferenciar a las personas a media noche. Varias mesas largas rodeaban la pista de baile elevada que sería traicionera como el infierno para subir y bajar en estado de ebriedad, pero que estaba llena de cadáveres. Sofás grandes, enormes paredes cubiertas de pinturas color rojo sangre. Una escalera de caracol conducía al segundo piso, pero allí, porteros bloqueaban el rellano superior.


Por lo que Paula podía ver, parecía que había alcobas privadas. Ella apostaba que ocurrían un montón de travesuras en esos cubículos oscuros.


Detrás de la escalera había un bar extenso dirigido por ocho camareros. Nunca en su vida había visto tantos camareros trabajando a la vez. Cuatro hombres. Cuatro mujeres. Todos vestidos de negro, mezclando bebidas y charlando con los clientes.


El lugar estaba lleno, pero no demasiado lleno como la mayoría de los clubes de la ciudad. Y en lugar de olor rancio a humo de cigarrillos, cerveza, y transpiración, había un aroma a clavo en el aire.


Ese lugar sin duda no era tan malo.


Silvina se volvió hacia ella, agarrando su bolso negro. —Esta noche será una noche que nunca olvidaré. Recuerda mis palabras.


Paula sonrió.